1º cien años más de soledad

 


PARTE PRIMERA

Capítulo I.

Eran las postrimerías del siglo XIX; el partido liberal radical acusó al Presidente Rafael Núñez de interferir en los asuntos internos de los estados federados. Este mandatario recibió el apoyo incondicional de los conservadores, dando resultado a la formación del Partido Nacional.

Con los conservadores en el poder, y esto unido al fraude electoral de la elección del Congreso, los liberales radicales buscaron la excusa para llegar al poder por la fuerza, desencadenándose la más sangrienta guerra civil. Sucedió en este marco la “Guerra de los Mil Días”, que fue el resultado de la división interna, tanto del Partido Liberal como del Nacional, y del rechazo liberal a las normas autoritarias de la constitución política recientemente implantada.

El General Rafael Reyes dirigía los grupos conservadores del Ejército, mientras Rafael Uribe dirigía a los liberales. Un sector de los liberales buscó recuperar el poder, con la tolerancia de los conservadores, y con el apoyo de algunos militares como el coronel Nicolás Márquez Iguarán, y el dirigente liberal de la provincia de Magdalena, Aurelio Buendía Del Real, junto a sus hijos Arturo y Aureliano. Sin embargo, los conservadores comenzaron a ver en esta guerra civil, una forma de deshacerse de los liberales y unificar al conservantismo, al concentrarse en la defensa del poder legítimo.

Poco a poco los liberales eran replegados al norte. Las fuerzas conservadoras habían tomado el poder y puesto en la Presidencia de Colombia a don Manuel de Sanclemente, quien declaró ley marcial en el territorio dominado por los nacionales y ordenó sangrientas persecuciones contra los liberales.

Llegaron pues a un poblado abandonado, envuelto en un aire de misterio y soledad, y un fuerte olor a sulfuro de mercurio. En la entrada norte del pueblo encontraron un letrero que decía: “Macondo”, ya vejado por el tiempo y las tempestades de estas tierras solitarias, que fue puesto ahí por los macondinos cuando fueron atacados por la enfermedad del insomnio, traída al pueblo por la pequeña Rebeca Montiel, cuya consecuencia más directa era la pérdida de la memoria. Para luchar contra esta enfermedad comenzaron a colgar letreros con los nombres y utilidades de cada cosa, para recordarlos cuando los hayan olvidado, hasta que llegó el gitano Melquíades con la cura a la enfermedad, pero el letrero del pueblo quedó allí. No obstante el pueblo estaba desolado y destruido, los quicios de las ventanas y puertas estaban arrancados, descuajados los techos de las casas de madera y ladrillo, todo a causa de un ciclón que destrozó el sector oriental de Colombia hace cerca de 25 años atrás; las casas de cañabrava y barro, de las pocas que quedaban en el pueblo, estaban derrumbadas ante la tempestad de la naturaleza.

Los liberales dirigidos por Aurelio y sus hijos prepararon trincheras en la ciudad fantasma, preparándose para la batalla contra las fuerzas conservadoras del capitán Vicencio Ardiles. Batiendo el sable como un torbellino sobre su cabeza, Aurelio Buendía inicia la defensa de las últimas reservas liberales subversivas del país. Los altos jefes del partido liberal habían capitulado en Bogotá, pero Aurelio no lo sabía, y de haberlo sabido no lo hubiese permitido. A su alrededor, otros jinetes e infantes se abren paso a cuchillo y bayoneta por entre las tropas enemigas. El humo de la pólvora y los incendios asfixiaba a hombres y animales. La tenaz lucha continuaba. Abriéndose paso junto a otros jinetes, Arturo inició un ataque por retaguardia, dejando a su padre y al coronel Márquez en la vanguardia. Los caballos parecen nadar dificultosamente en medio del oleaje de un mar embravecido. Tras horas de combate sangriento, ya se van a comenzar a ver escombros ardientes, y una montonera de cadáveres. Sin más posibilidad que una retirada audaz, el capitán Ardiles huyó con sus tropas conservadoras, dando la victoria, en este frente, a los subversivos liberales; sin embargo, volviendo a la capital se dan cuenta que el gobierno conservador rindió a los liberales en todo el país, habiéndose exigido el perdón a los dirigentes liberales de esa revolución, a lo que accedió el gobierno de Sanclemente. Aurelio, sus hijos y compañeros, estaban consternados, el humo iba desapareciendo poco a poco, y tras la polvareda que dejaban las tropas que huían, sólo se escuchaban los gritos de gloria del coronel Márquez y el resto de las fuerzas rebeldes, pero no lograban divisar la ciudad entre la brumosa selva de la ciénaga, pantanos y un frondoso bosque de macondo y malanga. A punta de sable el coronel Márquez intentó abrirse paso por la selva en busca de sus amigos, pero no hallaban punto de encuentro en tal exuberante naturaleza, con un misterio de soledad de un pueblo prometido sólo a una familia. De pronto el coronel Márquez grita el nombre de Aurelio, y en el momento de decir su apellido, el tupido bosque abrió sus ramas, dejando ver el camino que conducía al pueblo, como si fuese un honor para los árboles que un Buendía entrara en la ciudad, y en el silencio del bosque, donde sólo se oían los pasos de los caballos, una bandada gigantesca de pájaros exóticos salió de la nada, con un canto ensordecedor que sería la bienvenida, no sólo del líder liberal que triunfó, sino de los herederos de esta tierra escondida por misterios y soledad, prometida a pocos, que tanta magia ocultó a generaciones anteriores, condenándolas a cien años de soledad, hoy se abren al nieto del coronel Aureliano Buendía, en su entrada a Macondo.

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PARTE SEGUNDA

Capítulo I.

Un día de agosto de 1968, llegaba al pueblo un distinguido hombre. Amalia Buendía fue la única persona en todo Aracataca que lo reconoció, y corrió a saludarlo en la entrada del pueblo. Era Gabriel García Márquez. Sus abuelos ya no vivían, el coronel Nicolás Márquez y su esposa Tranquilina Iguarán había fallecido algunos años antes. Lamentablemente Amalia debió guardar la compostura, pues ahora era una mujer servidora de Dios.

El notable periodista de periódicos de Santa Marta y Cartagena, llegaba de visita al pueblo donde nació, tras haber lanzado en Santa Marta su exitosa novela “cien años de soledad”. El alcalde José Aureliano Buendía, a pesar de disgustarle la presencia de este hombre que en años anteriores había rondado a su hija Amalia, esta vez debió recibirlo con honores, pues era un afamado escritor en toda Latinoamérica. Gabriel entregó a algunas personas cercanas unas copias de su libro. El alcalde estuvo tres días leyendo el libro, y cuando terminó de leerlo fue hacia donde estaba Gabriel. En esos momentos estaba visitando a José Arturo, en su despacho de lector de epígrafes. Allí conversaron de cómo había andado el pueblo después que Gabriel se fuera, y le resumió el libro donde narraba historias mágicas de las leyendas que se referían a la familia Buendía en el siglo anterior, las leyendas que Virginia les contara a Gabriel y a las niñas cuando se juntaban en la sala de la casa, y mientras las madres tejían, y los niños jugaban; ella les narraba historias de las que su padre Gastón le había relatado respecto de Macondo. Sin embargo José Arturo sólo respondió: “ojala todo lo que le sucedió a mis antepasados fueran ilusiones mágicas y leyendas, para que así no se repitiera en nosotros esa suerte de soledad y amargura”; en ese instante entra en la casa el alcalde José Aureliano, quien no conocía nada de la historia familiar, pues nunca se interesó en los cuentos que le narraba Virginia. José Aureliano, un tanto exaltado, le dice a Gabriel que tiene que irse del pueblo, que no va a permitir que un agitador liberal vaya a su pueblo a hablar esas cosas de su familia, pensaba que era una manera de desprestigiar a la familia; pues creía que los personajes que ahí aparecen eran representaciones de su propia familia, y no permitiría que su apellido se prestara para eso; José Arturo tomó del brazo a Gabriel y le dice: “…es mejor que se vaya, no altere más a mi hermano, usted y yo sabemos la verdad … ojala sean leyendas mágicas…”.

En eso Gabriel se pone de pie, y sale de la casa; tomó sus cosas y fue hasta el campanario para despedirse de Amalia, quien a pesar de que su padre le negara que se despidiera de él, lo hizo, e incluso lo acompañó a la salida del pueblo, para que abordara el bus que lo llevaría a Santa Marta. En la salida del pueblo, Amalia abrazó a Gabriel, y lo besó; así se despidieron para siempre de su antiguo romance. Pero la fama de “cien años de soledad” se quedará en Aracataca, pueblito que vio nacer a Gabriel. Desde esa ocasión muchos ciudadanos de Aracataca comenzaron a llamar Macondo al pueblo. José Aureliano ordenó poner dos letreros grandes en ambas entradas del pueblo, que decía: “Bienvenido a Aracataca”, para evitar que llamen a su pueblo con el nombre que García Márquez le daba al pueblo en su novela. Sin embargo la fama, tanto del escritor como de la obra va a llegar hasta el último rincón de hispanoamérica, y durante muchos años, cientos de turistas van a llegar a Aracataca, en busca del proverbial Macondo, incluso algunos documentalistas de televisión, llegarán en busca de la legendaria ciudad de Macondo, y hasta la guerrilla dejó de llamar Aracataca a la ciudad y la comenzaron a llamar Macondo.

Mientras el mundo se dividía por la guerra fría, Colombia sufría la aparición de sectores comunistas y guerrilleros; los focos de la guerrilla ya habían tomado a la ciudad de Aracataca como habitual paso de saqueo. El regimiento del pueblo no daba a vasto con tal cantidad de forajidos, pero José Aureliano decidió pedir un reforzamiento al gobierno central. José Arturo no detuvo su lectura de pergaminos, incluso un día que los guerrilleros llegaron al pueblo, y saquearon la tienda de los Sabat y el bar de Patricio Lazcano. Pero a José Arturo sólo le importaba cuidar el bienestar de su familia por medio de la lectura de esos epígrafes. El trágico final de su esposa, Teresa Del Toro, y de la esposa del alcalde José Aureliano, Margarita López, llegará faltando algunos meses antes que llegaran los gitanos.

El pueblo se nubló, y de pronto comenzó a llover. La lluvia no amainaba, y desde el cementerio comenzó a correr un río de barro por entre las calles de la ciudad; José Arturo salió a la casa de los antiguos Buendía; entró en la habitación del coronel Aureliano Buendía, tomó los diecisiete pescaditos de oro de una de las bacinillas, y los llevó al cementerio; los enterró en la tumba familiar; en ese momento la lluvia cesó, y al suelo caen desplomadas Teresa Del Toro y Margarita López; muertas por fuerzas invisibles. José Arturo conocía del destino de las mujeres de la familia Buendía, pero no hizo nada para detenerlo, sólo le preocupaba que el apellido familiar no se perdiera, como su padre le dijo antes de su muerte, pero no sabía que los pescaditos de oro estaban más ligados a ellas de lo que él pensaba.

Cuando Margarita era niña y vivía en Santa Marta, su abuela le entregó un pescadito de oro idéntico a los que José Arturo enterró en la tumba familiar. Era un de tantos pescaditos que el coronel Aureliano Buendía había fabricado y que se habían vendido por todo el litoral occidental de Colombia, desde Manaure hasta Cartagena, en los años postreros a la guerra donde fue importante partícipe el coronel.

 Estos pescaditos, en ciento veinticinco el número total de los que se vendieron, estaban en poder de ciento veinticinco personas distintas, Margarita recibió uno de parte de su abuela, y Teresa también, por parte de su padre en su casa de Dibulla, cuando era muy niña. Ambas eran tan niñas que no recordaban nada de esos pescaditos de oro; pescaditos que estaban condenados a la muerte a quien los tuviera, o quien los haya tenido en su vida. Teresa y Margarita lo habían perdido cuando niñas. Ese día, un instinto inexplicable, hizo que José Arturo enterrara esos pescaditos en el mausoleo familiar, y con ese entierro fallecieron no sólo Teresa y Margarita, sino las otras ciento veintitrés personas que algunas vez tuvieron o tenían en ese momento esos pescaditos fabricados por el coronel Aureliano Buendía. Así, por todo el litoral fallecieron ciento veinticinco personas por extrañas circunstancias, asesinos invisibles que cumplían el fatídico destino que les condenara el coronel al fabricar esos pescaditos con oro extraído por los gitanos en una mina de Venezuela.

La ciudad entera estaba nuevamente de luto por las dos cuñadas y abnegadas madres, que habían fallecido; Amaranta Del Pilar había tejido una mortaja por instinto, y no sabía que la ocuparía en su madrastra, sin saber que era su abuela. El padre Arcadio José llevó la misa, aunque en mal estado de salud. El entierro lo dirigió el alcalde, quien ahora debía preocuparse sólo de su hija Amanda, quien era la única que se había quedado junto a su madre, hasta el momento de fallecer, y buscaba hombre para casarse, pues ya cumplía edad de merecer. El luto acongojó a todos; hasta Carlos Arcadio respetó una semana sin jarana en su mansión, y comenzó a dedicarse a su hija Victoria De Los Ángeles y a su esposa Florina.

Habían pasado sólo tres meses de la muerte de Margarita y Teresa, cuando las aves exóticas vuelven a cantar con la llegada del ya general en retiro Aureliano Arcadio Buendía, quien, casi calvo, avejentado, y herido en el hombro en una de las batallas de la guerra civil, volvía a su pueblo natal a pasar sus últimos años.

El gobierno nacional había dado de baja, sin honores, a todos los generales que participaron en los motines de algunos años atrás, que dejaron en el poder a un miembro de las fuerzas armadas, violando la larga historia democrática del país. Aureliano Arcadio era uno de ellos, que incluso trabajó en el ministerio de guerra del presidente Rojas Pinilla. Sin embargo ocultó su deshonra, y llegó al pueblo con su vestimenta oficial, con todas sus medallas. Aún cuando haya llegado a la ciudad para quedarse, Remedios no quiso revelar la verdad acerca de su hija, pues la joven Amaranta ya había adoptado a su padre José Arturo, a pesar de su locura; incluso Amaranta era la única persona de la casa que se preocupaba aún del viejo.

Pronto llegaría Melquíades III, con su greguería de gitanos. Con ellos venía Marianela Del Toro y su hijo César Alonso, que ya no tenía diez años como la última vez que visitaron este pueblo, sino que entraba en la adolescencia, era todo un hombre. Carlos Arcadio buscó por toda la feria de gitanos a su amada Marianela, pero no la encontró, en realidad no la reconoció, pero ella sí a él, sin embargo no quiso hablarle, no quería recordar viejos tiempos. Tenía el pelo teñido rubio rojizo, las pechugas lacias, vestida en harapos, y bastante avejentada, ya no era la misma mujer hermosa gitana que cautivara a Carlos Arcadio.

César Alonso comenzó a recorrer la ciudad; era un joven de cabello negro, ojos celestes intensos, buen porte y musculatura, unas facciones agrestes. Muchas cualidades que cautivaron a la prima de su padre, Amanda Buendía. Ella estaba sentada en la plaza, cuando se le acerca César Alonso y le dice: “sarsán paisana”, ella no entendió lo que le dijo, y el joven le repitió en español “buenas tardes señorita”, en ese momento ella se cautivó con la voz de aquel tosco hombre, y comenzaron una larga conversación.

Se hizo de noche y César Alonso llevó a la joven Amanda hasta su casa, en la puerta se despiden con un beso, que nunca olvidarán. Al atardecer siguiente volvieron a encontrarse en la misma banquilla de la plaza, fueron hasta la bananera, y en los jardines de la empresa se dejaron llevar por la pasión, entre medio de las hojas de plátano que los cubrían un poco; sin embargo muchas personas vieron el espectáculo sexual que daban los dos, el gitano y la hija del alcalde. José Aureliano se enteró del hecho, y en la cena de esa noche conversó con su hija Amanda, y le dice que tiene que casarse con ese joven, para que no digan que ella es una puta, aunque halló indecente lo que hicieron en los jardines de la bananera, por lo que la castigó una semana sin salir de casa, pero debía casarse con aquel joven, por lo que permitió que se vieran en su propia casa.

César Alonso fue al siguiente día a casa de Amanda, y conversaron acerca de la orden de su padre, ambos estaban muy felices, lo único que deseaban era vivir juntos para siempre, y César Alonso aceptó inmediatamente. Aquella noche el joven le comentó a su madre lo sucedido, y le dice que se va a quedar a vivir allí, en Aracataca. Marianela no podía soportarlo, pero su ahogo le hizo volver a dormir por la depresión y desesperación de que su hijo se casara con la prima de su verdadero padre.

Cuando los gitanos se fueron, César Alonso le pidió al gitano Melquíades III que cuidara de su madre que se había quedado dormida y no había querido despertar, y que él se iba a quedar en aquella ciudad, Melquíades le dice que no se preocupe, pues cuando partan ella despertará, ya que no era la primera vez que le sucedía.

César Alonso Del Toro y Amanda Buendía contrajeron nupcias con la bendición del padre Arcadio José. Había pasado un mes de que se fueran los gitanos, y Marianela aún no despertaba y en realidad nunca más volvió a despertar, y Amanda anunciaba a su padre que estaba embarazada, así el alcalde José Aureliano tenía la esperanza de ser abuelo, con un nieto varón, ya que nunca pudo tener un hijo hombre, se tendría que conformar con un nieto.

Todo estaba mucho más calmado cuando llegó la otra hija del alcalde, Altagracia, contando a todos su vida en Estados Unidos. Llegó casada con Michael Smith, un gringo con el cual contrajo nupcias en Chicago, y que se venía a vivir con su esposa a Aracataca, pues Texas Company lo enviaba como gerente de la multinacional, ubicada en este país. Altagracia se quedó a vivir con su esposo en su casa, con su hermana Amanda y su esposo César Alonso, y su padre. Cuando llegó se enteró de la muerte de su madre, que la afectó muchísimo, pues amaba mucho a la mujer que le dio la vida.

Altagracia había estudiado Medicina en la Universidad de Michigan, y se había vuelto a Colombia a ejercer su profesión, encargándose del consultorio de la ciudad de Aracataca, ayudando al médico titular. Su esposo se encargaba de instalar nuevas maquinarias para la extracción de aquel mineral que hacía tan rica a esta tierra, siendo la competencia de la empresa donde Carlos Arcadio y José Arturo trabajaron durante años.

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