PANDORA



 

Prólogo
 
Pandora llego aquí mucho antes de la existencia,
su don era el mal en potencia,
ella expandió su esencia y aguardo tranquila desde entonces,
sabiendo donde flaquea el débil hombre,
esparció por el mundo semillas de dolor e histeria,
haciendo florecer ramas de horror y de miseria.
Su alma es turbia, se alimenta con la furia y la penuria,
la injuria, la envidia, la rabia.
 
Ella sabe como proceder, tiene el poder otorgado por Lucifer,
sabe vencer a tus temores,
cuando nació Jesucristo le susurraba a Herodes,
le dijo mata los niños, no te demores.
 
Ella fue quien inyectó dosis de ira a Gengis Kan,
hoy impone su ley entre George Bush y Saddam.
Su plan es infinito, su rito es el delito y el asesinato,
el tracto ingrato como único hábito.
 
Desde su púlpito de maldad, nos sume en la soledad,
está en los guetos de sogüeto, la realidad de Islamabad,
su malicia es única, ella inspiró las guerras púnicas,
asoló Guernica y activó la bomba atómica.
 
Mírala es pandora unos la temen y otros la adoran,
imploran su poder, arrasa faunas y floras,
expandiéndose hora tras hora,
el mundo ignora esa conciencia traidora
que nos ahoga en nuestros miedos y celos.
Nos hace querer ser primeros, no cesar y codiciar sin freno.
Su espíritu anida en cada instinto suicida y homicida.
Pandora es como un veneno que liquida nuestras vidas.
 
Cuando el poder de la ambición nos posee,
hace que el mundo tiemble se tambaleé y ella esta ahí.
Cuando el noble vende al pobre, le cambia oro por cobre,
el hombre es quien mata al hombre y ella esta ahí.
Cuando vertemos nuestra ira en otros seres,
nos transformamos en verdugos crueles y ella esta ahí.
Pandora, oscura dama que adora vernos sufrir,
alma infame que controla nuestro devenir.
 
Pandora es astuta y fría, le guía nuestros defectos,
detesta la alegría y el afecto,
porque el amor la hiere y muere,
golpea donde más nos duele y nos aplasta como a insectos.
 
Se esconde tras el espejo y realza tus complejos,
provocando sentimientos de vergüenza,
lima tu autoconfianza y tu esperanza,
colocando en tu cabeza deseo de vil venganza.
 
Sus modos son viejos como la injusticia,
sus reflejos nos atrofian y desquician.
Se disfraza de ictericia, de peste bubónica y tifus,
de sida, hepatitis, de cáncer y otros virus.
Ella nunca duerme, adora que tu cuerpo enferme,
que sus defensas mermen, su germen de autorechazo,
es un flechazo que se nos clava y nos traga,
salen llagas de ambición, y el corazón se apaga.
Ella puso a gentes corrientes en fila, ante la rabia de Atila,
provocando un daño inmenso, su espíritu perverso,
unió a guerrillas colocando de rodillas a inocentes e indefensos.
 
Pactó con Adolf Hitler y le tuvo como aliado,
derramó mares de sangre a las puertas de Stalingrado,
nos tuvo dominados por señores feudales,
papas corruptos, dictadores y jefes de estados.
En el pasado fue Lepanto y Normandía,
hoy son los sicarios de Colombia, las hambrunas de Etiopía,
no es una utopía darle muerte,
solo la paz y la concordia algún día nos harán fuertes.
 
Ella pervierte tu subconsciente y te utiliza
a través de una televisión que miente y que hipnotiza.
Pandora te hace trizas, te droga y te alcoholiza,
te oprime porque el amor la aterroriza.
Parece que no haya nada que la frene,
pero creedme, ella es muy frágil y nos teme.
Pandora es el 11-S, el 11-M.
Cuando ella viene la muerte sonríe y se entretiene.
 
Cuando el poder de la ambición nos posee,
hace que el mundo tiemble se tambaleé y ella esta ahí.
Cuando el noble vende al pobre, le cambia oro por cobre,
el hombre es quien mata al hombre y ella esta ahí.
Cuando vertemos nuestra ira en otros seres,
nos transformamos en verdugos crueles y ella esta ahí.
Pandora, oscura dama que adora vernos sufrir,
alma infame que controla nuestro devenir.
 
Pandora vive dentro de ti, y te vacía poco a poco.
Pandora es tu odio y frustración, tu autorechazo
por ser gordo o feo, por ser pobre y anónimo,
por ser discapacitado o por ser mujer,
por ser negro o judío, por ser homosexual.
 
Por no ser perfecto ella te hace sentir distinto
y rechazado, ella ha transmitido ese instinto
de generación en generación, es el odio que
tú trasmitirás a tus hijos y a la vez a tus
nietos, y así sucesivamente.
 
Ella vive dentro de ti y no podrás matarla
hasta que te aceptes a ti mismo.
Pandora es el mal y en su caja hemos escondido
todas las cosas desagradables de
nuestro interior, libérate, ¡Paz!
 
 
 
 
 
Ignacio Fornés Olmo
“Natch Scratch”
Tema
Pandora
Álbum
Ars Magna-Miradas (2005)
 
 
Epílogo
 
            El ser humano, creación de Prometeo y su hermano, Epimeteo, tenía que ser diferente a todos los animales que había dejado el dios Zeus en la Tierra. Prometeo, más inteligente que su hermano, decidió ir al Olimpo y robarles a los dioses el fuego llamado en esos tiempos “semilla del Sol”, para dárselo a los mortales y darles las facilidades de caza, cocina, calefacción, control, que el resto de los animales no poseía.
 
            Sin embargo, Zeus enfurecido con eso, decidió crear a la mujer y enviársela como regalo a Prometeo para que fuera infeliz por toda su vida. Esta mujer, fue creada por todos los dioses, que fueron dándole ciertos atributos.
 
            Hermes aportó con el prodigioso arte de la persuasión, Atenea con la sabiduría, Afrodita con la belleza, y pusieron joyas y la vistieron de elegancia para que enamorara a los hombres, su nombre, buscaron el nombre que significara “todos los dones”, pues los tenía gracias a los dioses, y la enviaron a Prometeo, quien, conocedor de los regalos de Zeus, decidió no aceptarlo.
 
            Epimeteo, que significa “piensa más lento”, que su hermano, decidió quedarse con esta mujer, enamorado, y se casó. La vida de los mortales era feliz, era el paraíso terrenal, sin embargo, a Pandora, el nombre que tiene todos los dones, se le había encargado guardar un ánfora sagrada sin poder abrirla, pero su curiosidad fue muy lejos, y decidiendo abrir su cajita, y todos los males salieron de ella.
 
            El odio, la venganza, la amargura, pestes, gota, reumatismo, enfermedades varias, pena, tristeza, todas salieron y recorrieron el mundo, inundaron a los hombres, los volvieron malos. Pandora, asustada, cerró la caja en el momento que un pájaro intentaba salir de ella, era el único sentimiento que quedó guardado en la caja, era la esperanza. Mientras la maldad pueda dominar el mundo, la esperanza aun existirá en el corazón de los hombres.
 
            Pasaron muchos años, y la crueldad de los seres humanos llegaba a extralimitaciones. Los árboles de la Tierra eran talados, secados los ríos, los hombres se mataban en venganza, incluso, a veces solo por maldad. Se dominaban con armas, usaban a sus mujeres y abusaban de las mujeres de otros.
 
            Tanto era el caos que reinaba en la Tierra, que el dios Zeus decidió terminar con esta barbarie, y reunidos los dioses en su asamblea, les comentó su decisión. Estuvo a punto de lanzar un rayo para destruir la raza humana y formar una nueva, pero se dio cuenta que el fuego podría afectar incluso al cielo.
 
            Decidió entonces mover los vientos del norte y permitir a los del sur traer lluvias torrentosas. Pidió a su hermano, Poseidón, que controlara las aguas del mar para que inundasen la tierra, y que los ríos salieran de sus cauces para ahogar la fiereza de los hombres. Un terremoto incluso hizo que una gran ola inundase el planeta.
 
            Solo un hombre, Deucalión, y su mujer, Pyrra, sobrevivieron al desastre, al subir al Parnaso, sobre las montañas, el único lugar que se mantuvo seco en el planeta. Allí buscaron refugio de los dioses, que les encargaron repoblar el planeta, de una raza de hombres de trabajo, piadosos, benevolentes y serviles.
 
            Así se repobló el planeta, sin embargo, algo se le escapó a los dioses. Epimeteo, que pensaba tardíamente, esta vez, se adelantó incluso a su hermano Prometeo. Cuando se dio cuenta que su esposa Pandora, había liberado todos los males del planeta, decidió crear una semilla.
 
            Como era él y su hermano quienes creaban a los hombres, intentó ponerse a la altura de los dioses, sacando la semilla que creó a Pandora, se preocupó se sembrarla en la tierra, cultivarla y mantenerla siempre viva, para que el espíritu de Pandora existiera siempre en el planeta, aún después de una masacre como el diluvio enviado por Zeus, y cada cierto tiempo, desde entonces, una nueva Pandora nace en la Tierra, una nueva dueña de todos los dones, y todas las maldades, nace en el vientre de una mujer, humana, que nada tiene que ver con los dioses, para que así Zeus jamás se enterara del atrevimiento de Epimeteo, al tomar la semilla con la que el propio padre de los dioses dio forma a su amada Pandora.
  
Capítulo I
 
Era un día, extrañamente soleado, del mes de octubre, miércoles 23, del año 1929, cuando la hija de Emile Saint-Claire podía observar los primeros atisbos de aire y luz terrenal, en un hospital de París. La pequeña niña abrió los ojos de par en par cuando salió del vientre de su madre, lo primero que vislumbró fue el rostro del doctor, e hizo un gesto desconcertante de asco que no fue advertido por nadie en la sala del quirófano donde se llevaba a cabo el parto.
 
De su padre nada se sabe, fue un hombre que estudiaba en Toulouse y había viajado a París para una gala, donde conoció una noche a Emile, la enamoró con su seductora voz y su prodigiosa dialéctica, la llevó a un hotel barato de la periferia de la ciudad de las luces y finalmente, tras haber consumado el acto del amor, se echó a volar como cual golondrina reconoce la llegada del invierno.
 
Emile jamás volvió a ver a este misterioso hombre, pero se quedó con un regalo en su vientre, a los nueve meses, nos encontramos entonces en el hospital Pitié-Salpetiré dando a luz a una niña hermosísima, como favorecida por la naturaleza, pero con un rostro de misterio, igual al que su madre tuvo durante sus 25 años.
 
La familia Saint-Claire era una de las más acaudaladas de Francia, tenían una historia muy larga, que se remontaba incluso a los tiempos de Clodoveo y la fundación del reino de los Francos, durante la edad Media. Pero su historia de romances frustrados, de dificultosas relaciones, de sus mujeres malévolas, incluso durante la Inquisición más de alguna habría muerto pensándose que era bruja. Esas historias de la familia eran incomparables.
 
La abuela de Emile, tras quedar embarazada, dio muerte a su esposo, pero en realidad, según los forenses, murió de viejo. Nadie se puede explicar que le pasó, pero la anciana, ya llevaba cuatro matrimonios y cuatro veces viuda.
 
Siempre nacía una mujer, y el apellido lo mantenían, pues era el apellido materno con el que la bautizaban siempre que nacía a cada dama de la familia. Su madre, Anne Saint-Claire, había estado casada con un aventurero británico que había conocido en París, tras regresar de un viaje a Camerún. Se enamoró de ese guapísimo inglés, pero tras un breve período de romance, el hombre decidió viajar, no había sido creado para estar encerrado, su vida era la aventura, y se marchó a la India, donde ascendería el Himalaya, eso fue lo último que se supo del padre de Emile.
 
Para que hablar de más al pasado. Las mujeres Saint-Claire, siempre fueron peligrosas para los hombres, pero, para mala suerte de nosotros, siempre fueron las más bellas damiselas, doncellas, princesas. Una belleza inverosímil, como diosa, como diablo, pero humana sin duda.
           
Y ahí estaba de nuevo, llorando y llorando su hija, a la que bautizó como Pandora. Emile había leído hace muy pocos meses un libro del francés Gerard de Gallimard, una novela donde supo que Pandora significaba “todos los dones”, ella quería que su hija tuviera todos los dones, pero no sabía la maldad que atrae ese nombre.
 
Cuando pudo salir del hospital y volver a su casa, llevó a su hija para que conociera a su abuela Anne, quien puso una cara de absorta impresión y miedo al saber el nombre que Emile había elegido para su nieta. “La pobre criatura no sabe la vida que le espera ahora que las has llamado así”, dijo Anne, asustada, pero no le importó a Emile, ella estaba decidida a llamarla así.
 
            A la mañana siguiente, mientras Anne cocinaba, intentaban escuchar la radio a pila que tenía en la cocina, cuyo chicharreo se oía mucho más estridente que la voz del locutor. Anne cocinaba, mientras Emile daba pecho a una hambrienta Pandora, cuando escuchan al animador radial la grave noticia que acontecía esa mañana, “ha empezado lo que todos temían”, decía, “la Bolsa de Nueva York, la más importante bolsa de comercio mundial, había quebrado, ha descendido a un 9% y no existe banco que compre las bolsas ni una amalgama de inversiones que pusiera freno. La policía debió clausurar los recintos de Wall Street ante el pánico de la población, muchos millonarios y ricos inversionistas se lanzaban de los más altos rascacielos, incapaces de asumir la gran depresión que se avecinaba”, continuó con cierto tono de voz que intentaba asustar a los auditores, “la crisis amenaza con llegar a decaer la Bolsa de París y Londres”, dijo, claro, solo especulación, pero el pánico comenzaba a aflorar en París.
 
            “Está ocurriendo de nuevo”, le dijo Anne a su hija, mientras seguía amamantando a su pequeña Pandora. “¿A qué te refieres?”, preguntó con calmada voz la joven Emile… “y todo es culpa tuya”, le dijo Anne increpando a Emile… “por ponerle ese nombre a tu hija”, terminó diciendo una enojada madre. “¿Pero que estás diciendo?, ninguna cosa mala pasa por culpa de una niña”, respondió intentando sacar la mirada penetrante de su madre. “Tú no lo entenderás”, dijo una molesta madre, dejó la cuchilla encima, se sacó el delantal y salió hacia el baño para arreglarse, iba a salir, apurada, no dijo palabra alguna a Emile sobre donde iría, pero estaba más que claro, que este día no iban a comer.
 
Capítulo II
 
            Anne Saint-Claire, era una mujer de unos cincuenta años y poco más. Su rostro estaba marcado por prominentes heridas, las que tenía desde hace muchos años y nadie se imaginaba donde las había obtenido. Sin embargo, su cara se veía aún bellísima, como toda la familia, que no pueden detener esa bendición de belleza que tienen todas las mujeres que nacen con el estigma de los Saint-Claire.
 
            Caminaba a paso rápido por las calles de los campos elíseos. Al fondo podía observar el Arco del Triunfo, que al parecer era donde se dirigía, luego, en un callejón oscuro, decidió doblar a la derecha. Todo se oscureció, los edificios de cada lado del callejón eran muy altos y no permitían el acceso del sol.
 
Era un sitio lúgubre, pero sospechosamente pulcro. A diferencia de otros callejones parisinos, llenos de tarros de basura, con papeles por el suelo, éste se encontraba demasiado limpio, los tarros ordenadamente cerrados, nada de suciedad por ninguna parte.
 
Dio tres golpes a una puerta, Anne se encontraba con una capucha, a pesar de ser casi mediodía. Se quería ocultar de alguien cuando se dirigió a aquel lugar. Del interior alguien le respondió algo en griego o latín, realmente poco se entendió, pero Anne respondió con tres palabras griegas: “olois ios dora”, una especie de helénico antiguo, al cual los que habían preguntando antes, abrieron la puerta, observaron a ambos lados del callejón e hicieron ingresar a la mujer.
 
Al desencapucharse, se encuentra rodeada de hombres y mujeres vestidos de igual manera, al centro había un hombre de extraños rasgos, parecía más un animal, mucho pelo y unos ojos vidriosos de color a fuego que inspiraba demasiado miedo a quien no lo conociera, sin embargo, todos los que estaban reunidos eran sus conocidos, ya que ninguno parecía temer ante la criatura. Se llamaba Licaón, y era un anciano griego de muchos años y muchas batallas, ya que su cuerpo se apoyaba entonces en un bastón largo, como si sus fuerzas ya no dieran más.
 
Debemos poner guardia”, dijo Anne para empezar la reunión y prosiguió: “está ocurriendo de nuevo, graves cosas ocurrirán ahora que mi hija dio a luz a una nueva niña de la dinastía Saint-Claire, pero el problema no queda allí… la bautizó como Pandora”, terminó observando el rostro casi atónito de los presentes, todos aún más asustados que al principio de la conversación.
 
“¿Por qué permitiste que lo hiciera?”, consultó Licaón, pero Anne no respondió, no había tenido tiempo de explicarle el infortunio de la familia con ese nombre. Licaón, volvió a observar un rato a los presentes que ya comenzaban a cuchichear, y luego volvió su vista hacia Anne para decirle: “aún así la cuidaremos, vendrán tiempos complicados, recuerden la última Pandora que nació en la familia Saint-Claire, fue el 24 de agosto de 1572, día que comenzó la masacre de San Bartolomé y una gran guerra posterior… conocemos que cada mujer de la familia es una descendiente de la diosa griega Pandora, pero la que ocupe su nombre traerá toda calamidad sobre el planeta, ese es su destino, no se puede remediar, pero nosotros, los licaones, nos ha sido encargado su cuidado, Epimeteo nos dio la luz para desafiar a los dioses con la condición de cuidar la semilla de su amada Pandora, debemos protegerla aunque el mundo se acabe en el intento… ahora más que nunca… recuerdan los hechos de la ocupación turca en Grecia, en 1732 un jesuita llamado Frumont robó una serie de escritos donde aparece la historia de nuestra sociedad y nuestra misión en el planeta, en manos de un jesuita es peligroso, e intentarán encontrar a esta descendencia para acabar con ella”, se detuvo un momento para respirar un poco de aire, pero fue interrumpido por uno de los asistentes.
 
“pero… ¿no será mejor matar a la niña, así evitamos los graves problemas que caerán sobre el mundo?”, preguntó, pero antes que terminara de hablar, Licaón se había abalanzado sobre su cuello, lo levantó con una sola mano y le dijo: “cuando a el rey de Arcadia, un antepasado mío fue convertido en hombre lobo por Zeus, el único ser del planeta que nos ayudó a conocer la maldad del dios de dioses fue Epimeteo, eso nunca lo olvides, él conocía mejor que nadie el odio que podía retener Zeus contra los humanos, él nos enseñó a vivir en este mundo que, por ese entonces estaba a punto de desaparecer por el diluvio, y ¿qué nos pidió Epimeteo?, solo una cosa, cuidar la semilla de Pandora, como es posible que pienses que debemos terminar con nuestra misión después que él fue el único que nos cuidó y nos enseñó la crueldad del planeta”, dijo Licaón, sin soltar al hombre, pero éste siguió en su negativa de mantenerse en la misma misión que la sociedad de los licaones mantenía pos los siglos de los siglos, y dijo: “tú serás lobo, pero yo no tengo nada que ver, a mi ni a mi familia enseñó nada Epimeteo, yo entré a esta sociedad para luchar por la libertad de nuestra tierra griega”, pero no había terminado de hablar, cuando recibió una mordida de Licaón en su cuello y pronto empezaría a arden en fiebre, y le dice Licaón: “ahora veremos si quieres desafiar la voluntad de Epimeteo o mantenerte firme en nuestra misión… ¿alguien más está en desacuerdo?”, dijo concluyente el líder de esta sociedad secreta encargada de cuidar a la familia Saint-Claire.
 
Terminada la reunión de manera abrupta, Anne salió de allí junto a Licaón, caminaron juntos algunas cuadras, cuchicheando algunas cosas en griego, ella estaba muy preocupada de su nieta, temía que la iglesia católica estuviera tras su familia para eliminar la prueba de la existencia de Pandora. Tras despedirse, se separaron y ella regresó a su hogar, sin decir palabra alguna a su hija, que ya estaba durmiendo una siesta, tras almorzar sola, luego de haber terminado de cocinar lo que su madre abandonó a medio camino al conocer la noticia de la caída de la bolsa de valores de Nueva York.
 
“¿Tenías acciones en Nueva York?”, preguntó sarcástica Emile a su madre, por la manera de salir corriendo cuando oyó la noticia. “No...” respondió ella, tomando aire para proseguir… “fui a ver a Licaón, él…”, pero no pudo continuar, porque Emile ya había comenzado a despotricar en contra del hombre lobo aquel… “no madre, ya te dije que no me interesa saber nada de sociedades secretas griegas, ni de mitos ridículos sobre la familia Saint-Claire, mi hija no es una más, mi hija no es la maldición del mundo ni mucho menos, como tú y esos encapuchados amigos tuyos creen”, dijo Emile muy enojada por la participación de su madre con aquella secta griega. “Hija, por Dios, ellos te pueden ayudar”, dijo un poco afligida, pero Emile enfureció mucho más, se levantó de donde estaba, tomó a su hija en brazos, un pequeño bolso donde tenía las cosas de su bebé, y le dijo a su madre: “creo que nunca entenderás, yo no creo esas cosas que me has contado acerca del mito griego de Pandora, ese es un nombre maravilloso, que significa ‘todos los dones’, y eso es mi hija, posee todos los dones, es mejor que me vaya lejos, donde tú y tus locos amigos no me encuentren”, tras decir eso, abrió la puerta, salió de la casa y cerró de un portazo, su madre se puso de pie para observarla desde el umbral de la ventana, pero ya su silueta había desaparecido.
 
            La mujer caminó sin parar por las abultadas calles de París, lloraba, era la primera vez que se separaba de su madre, y parecía el mundo ahora más pesado sobre sus hombres, mucho más que en otras ocasiones. Las conversaciones con su madre sobre el fin del mundo que sería culpa de ellas, de las mujeres de la familia, la atormentaban, no quería continuar con ese estigma familiar.
 
Emile había sido educada con creencias más católicas en las escuelas donde asistió, por esa razón, su cultura era más abstraída de las cosas mitológicas, le parecen increíbles aquellas historias, ocupa su racionalidad ante todo. Iba caminando por el centro de París, a paso muy rápido, cuando de pronto siente un golpe estridente sobre el suelo. Observó la vereda de enfrente, a los pies de un edificio muy alto que era ocupado por oficinas financieras y de diversos inversionistas extranjeros, y se da cuenta que un hombre se había lanzado de la terraza. Toda la gente gritaba, asustada observaban al cadáver, cuando otro grito asombró a los transeúntes, otro hombre había caído a dos edificios de distancia.
 
            Emile, se acercó a uno de ellos y vio salir una especie de luminosidad que aparecía del cadáver, era el espectro de una mujer, muy pálida, que se desvanecía en el aire. Parecía verlo solo ella, nadie más hacía reparos en la imagen que aparecía ante sus ojos. El rostro del espectro parecía observar directamente a los ojos de Emile y su niña, cuando vio al bebé, el espectro se asustó y apresuró su huída desvaneciéndose por el aire.
 
Emile, tomó pasó más rápido para salir de la ciudad, quería ir al campo, donde estaría más tranquila. Aún no sabía que haría una vez llegada al campo, pero eso lo pensaría después, por ahora le inquietaba aquella imagen que veía como si fuera el fantasma del hombre que se había suicidado, pero más parecía un espectro femenino, como si la ‘desesperación’ retenida en aquel cadáver estuviera liberada una vez que tocó el suelo.
 
De pronto, mientras caminaba, un hombre se estrelló con ella, cuando doblaban una esquina. “¿Emile?”, dijo aquel muchacho de traje oscuro y sombrero de copa, sacándoselo para saludar a la joven. Ella lo queda mirando un rato y luego le devuelve el saludo. Era su amigo, Jean-Pierre. Éste le pregunta que estaba haciendo en esos lados de la ciudad, y ella le comenta lo ocurrido con su madre, solo la discusión, no quiso revelar que su madre estaba casi trastornada con pensamientos sobre mitos antiguos y dioses griegos, y que se había marchado de casa, y que deseaba irse lejos. “Si quieres yo puedo ayudarte”, le dijo Jean-Pierre, y ella, con su cara de interrogación, le pidió que continuará sin decir palabra… “puedes quedarte en mi casa de la playa, en la costa atlántica, poseo una residencia de verano, donde estoy viviendo con Denise, la mujer que me ayuda a cuidar de mi hijo…”, ella impresionada le dice: “verdad que tienes un hijo, como está…” intentó buscar el nombre en su mente, pero se dio cuenta que no le conocía… “Jeremías”, respondió Jean-Pierre para que ella lo recordara… “verdad, verdad”, dijo ella. “Como está tan pequeño, tiene recién tres año, necesita los cuidados que solo una mujer puede darles, yo estoy por ahora hospedando aquí por motivos de negocios, pero ya volveré a la costa”, dijo el muchacho, ella aceptó de inmediato, no tenía muchas opciones para escoger donde ir.
 
Jean-Pierre era un hombre de recursos aminorados ahora por la gran crisis financiera que comenzaba. Su familia era reducida, su mujer había fallecido en el parto de su hijo Jeremías, sus padres vivían en Londres, y a nadie más conocía. Había entablado amistad con Emile cuando su madre, Anne, había invitado a una gala en su casa a los padres de Jean-Pierre, quienes se excusaron por encontrarse en Inglaterra, pero que su hijo asistiría a la ceremonia. En esa oportunidad él había asistido junto a su esposa, que aún no estaba embarazada. Françoise era una mujer bellísima, pero no más que Emile. Era profesional, una de las pocas mujeres que había egresado en medicina de la Universidad de la Sorbona. Gustaba mucho del arte, admiraba la obra clásica del renacimiento, como así el nuevo movimiento que nacía por aquellos años en Europa franco-hispana, el cubismo del famoso pintor Pablo Picasso.
 
Ella compró el boleto de tren para la ciudad de Burdeos, de donde saldría en autobús hasta el poblado costero de Montalivet, donde se encontraba la residencia de su amigo Jean-Pierre. Él la había dejado en la estación de trenes, y debió irse de inmediato a su oficina en el centro de París, estaba atrasado para una reunión de negocios. Le dijo que llamaría a su casa en Montalivet para que Denise la esperara.
 
Ella aún no pensaba bien las cosas que hacía, ni hacia donde estaba dirigiendo su vida y la de su hija, solo se subió al tren y a esperar su destino en la costa francesa. En el vagón, que pronto comenzaría a tomar ritmo y rumbo hacia la costa, comenzó a tocar en la vitrola del tren una bella canción llamada Show Boat, de la novel cantante Mabel Mercer, famosa en los cabarets londinenses. Emile la había oído un par de ocasiones en la radio a pila que su madre tenía en la cocina, ya había comenzado a tararearla, mientras observaba a su hermosa hija Pandora, como iba plácidamente dormida en sus brazos.
 
La noche ya caía, y Emile junto a Pandora, había abordado el autobús que las llevaría hasta la residencia de Jean-Pierre en Montalivet, provincia de Gironda. Se podía ver al horizonte cálido, con un sol que dejaba escapar las últimas y sangrantes llamas previas a su total extinción.
 
Capítulo III
 
…cuando voy en mi cotorro, y lo veo desarreglado, todo triste abandonado, me dan ganas de llorar, me detengo largo rato, campaneando tu retrato, pa poderme consolar…”, esas palabras alcanzó a oír Emile y abrió los ojos ante la brisa marina que ingresaba por la ventana de la habitación que Denise, la mujer que cuidaba de Jeremías había preparado para las invitadas.
 
Se puso de pie y caminó en su camisón tapado por una larga bata rosada, hasta la cocina, de donde surgía esa voz que le había despertado un tanto desconcertada. Allí se encontraba Denise que les preparaba un reponedor almuerzo. “Buenos días Denise”, saludó Emile con algo de sueño en su rostro aún, “buenos días señorita”, dijo a medida que se contorneaba al ritmo de la música que oía… “de noche cuando me acuesto, no puedo cerrar la puerta, porque dejándola abierta, me hago ilusión que volvés”, decía hombre que cantaba… “¿Quién es el que canta?”, preguntó Emile, un poco desconcertada, “es un joven que se llama Carlos Gardés o algo similar”, respondió Denise… “¿entiendes algo?, canta en… dijo Emile, pero Denise terminó la frase: “español, canta en español, dicen que es un cantante nacido en Toulouse, pero que ha vivido muchos años en Argentina, quizás no entiendo ni una sola palabra lo que dice, pero tiene una voz que encanta ¿o no?”, respondió la mujer mientras mantenía su ritmo cocinando y meneándose al ritmo del tango, “por supuesto”, respondió Emile, admirando la belleza de la voz del zorzal cantante, pero que no entendía palabra alguna, ya que ninguna de las dos mujeres hablaba español.
 
Jeremías, el hijo de Jean-Pierre, se encontraba en una canastita mecedora detrás de Denise, mientras ella cocinaba y conversaba con Emile, el bebé estaña dormido detrás de ella, quien le daba de vez en cuando ciertas miraditas para comprobar que estaba allí y que no se había movido.
 
Era un bebé más bien rollizo, con mejillas rosadas y redondas, poco pelo, pero sus ojos eran verdosos como los de su madre. A diferencia de Pandora, que era una niña más bien delgada, con un rostro enjuto pero con definiciones de hermosura. Unos ojos radiantemente brillantes, de color azul intenso como los de su abuela, y con su cabello rubio, como su madre.
 
“¿Te ayudo en algo Denise?”, preguntó Emile, mientras hacía el intento de tomar un cuchillo para ponerse a cortar algo, pero Denise le dice que ya está casi todo listo, que ella descanse que para eso llegó a esa casa, y que se distraiga, que pronto estará listo el almuerzo… “entonces permíteme cuidar de Jeremías mientras tú cocinas”, le dijo Emile, a lo que Denise accedió. Así la mujer tomó la canasta del bebé y la de su hija, y salió con ambos al amplio jardín que tenía la hacienda de Jean-Pierre. Tomó al recién despertado bebé, y puso a ambos niños a gatear juntos sobre el pasto. Pandora aún no podía mantenerse firme, solo estaba con el pecho pegado al suelo y sin poder moverse. De inmediato su madre la tomó en brazos y la puso de regreso en su canastita, mientras jugaba con Jeremías, quien estaba ya asiendo con las manos lo que encontrase para afirmarse e intentar ponerse de pie, todo quería agarrarlo.
 
Pasaron algunos días y pronto llegaría el invierno. Mucha lluvia comenzó a caer en la costa francesa. En las noches, cuando Emile lograba conciliar el sueño, venía a su mente la única vez que vio el rostro de Licaón, el amigo de su madre, pero despertaba sobresaltada, como si una pesadilla la siguiera a todos lados. Comenzó a asustarse por aquellos sueños que tenía, ella no quería creerlos.
 
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